lunes, 24 de septiembre de 2007

Desanimada Guerra

Me mata la quietud,
aparecen fierros oxidados adornando el umbral,
me encuentro deshecho en una silla manchado con vinagre,
me mata la quietud inconmensurable.

Paseo por mis zapatos
dando vueltas de perro que se hacen infinitas.
Me estoy ahogando en un lavamanos
que funciona con baterías de barro
y me mata la quietud.

Ya no me queda boca,
se ha cosido fuertemente con el hilo de la espera
pero no me faltan los dedos,
que aún no mueren por la fatiga repentina.

Me mata la quietud y necesito descansar de ella.
Entonces busco por todas partes una copa abrigadora,
un libro que realmente pueda escupir con ganas
y luego borrar con migas de pan.

No encuentro nada más que muros infitnitos.
Me remito al típico final de la cadena de mi reloj,
y me mata la quietud.

Ahora me voy balanceando de cuerda en cuerda,
podría asesinar a cualquiera que se merezca un día entero,
pero aún me estremezco con un vaso de leche.

De pronto me azotó un martillo de ceda en la nuca;
y por la más fina hilacha de mi vestido pasado de moda,
se desprende una hormiga que pasea conmigo entre la hierba.