martes, 7 de agosto de 2007

La vieja de los Botones

No suficientes para sobrevivir, sino millares de formas y colores que flotaban en diferentes épocas y dejaban testimonio de miles de trajes, que en algún momento fueron relucientes joyas adornadas. Habían ahí para todas las clases; y unos sobre otros yacián mezclados, pues no se daba el tiempo de ordenarlos. Hacían que cualquiera de mis búsquedas se extendiera por la historia.

La Vieja de los Botones no tenía más que pequeños recuerdos agujeríados por dos o cuatro punzadas de largos años, con el color desprendido por el tiempo y por la ausencia de utilidad. Yo no sé, yo no quiero presumir si me refiero al tema, yo a penas podía encontrar uno, entre los miles de los que se burlaban de mí con la discriminación de sus formas y no puedo si quiera acercarme a cuantos eran. Pero habían tantos tamaños, formas y colores, que fácilmente ese era un cielo sin poder contener a sus estrellas.
Ostras gigantes, que sólo con ser alzadas podían tapar el sol, comunes como los que portaba la gente que transcurría por la feria; y pequeños, tan pequeños que aquel que encontrase el par, encontraría con él su alma gemela. Unos que relucían con un brillo cautivante. Debo decir que la vieja no se daba cuenta de cuanta fortuna tenía en sus botones, pues muchos de ellos, de estar bien pulidos pasarían por reliquias de alguna excavación anónima. Estaban algunos surcados por grietas diversas, cuidadosas esculturas de madera, que se plasmaban en una circunferencia eternamente cíclica, plástico, plástico para reciclar el mundo por si hacia falta; y metal, para asegurar una férrea vida de seguridad y una pulcra virginidad.
Detrás de todos los que se exhibían y muy por sobre ellos. La vieja tenía guardados dos botones, que no alcanzo a describir con simples palabras hechas para un botón. Su origen era tan mítico y tan importante como su trascendencia. Se los había heredado una difunta señora de clase refinada, que había sido portadora de una gran fortuna, la que conversaba con ellos mientras los giraba. La habían internado por carencia de cordura. Sin tener descendimiento de sus posesiones materiales y quitándoles la valía que tenían (poco antes de que los curas la despojaran de toda joya y propiedad), arrancó esas dos rosas doradas, bañadas en perlas de su abrigo más preciado y se los entregó a la Vieja de los Botones, que sin mayor interés una que otra vez había pasado a visitarla.
La vieja solía pasar hambre, los mal agradecidos botones no le sustentaban la mesa. Pero dentro de lo más profundo de su costurero, tenía dos joyas que no tenían valor como alimento, que merecían una estadía más sublime que ella misma, que como tesoro, no tenían precio alguno que pagase la clase de abrigo que debía portarlos.




1 comentario:

Francisco dijo...

Me gusta esta clase de escritos. Un paseo por paisajes de la memoria. Las Mil y Una Noches está lleno de relatos así y ahora he estado jugando Kingdom Hearts II, y la narrativa es similar. Sólo que Tetsuya Nomura tiene algo que deberías trabajar, la sencillez.